Había una vez un niño que siempre estaba malhumorado
Un día su padre le dio una bolsa con clavos y le dijo que cada vez que
Finalmente, llegó un día en que el niño no clavó ningún clavo. Se lo dijo a su
-Hijo, lo has hecho muy bien, pero mira los agujeros que han quedado en
Jaume Soler. Aplícate el cuento.
Sentir emociones es del todo humano. Aunque no queramos admitirlo, todas las emociones que llamamos negativas pasan por nuestra psique muchas veces en la vida. La ira, la envidia, la tristeza, la rabia, la culpa, el miedo, la vergüenza... De nada vale reprimirlas, negarlas, reducirlas o asesinarlas. Ellas están ahí porque estamos fabricados de ese material emocional que para algo servirá. Pero en el transcurso de la vida, desde que somos aquel niño que tira al suelo el juguete que no puede montar o pega al hermano que no le deja ver la pegatina, hasta la edad adulta, vamos intentando controlar las emociones para no tirarnos de los pelos cuando no nos toca la lotería o para no pegarle a la vecina del quinto que está poniendo música a las dos de la mañana.
Lo malo de todo esto es que muchas veces en vez de controlar, reprimimos y nos recriminamos por sentir emociones que llamamos destructivas, y no aceptamos que forman parte de todos nosotros y que no tenemos que gastar energía en quitárnoslas, sino en controlar las consecuencias que ellas pueden producir. O sea, vivamos la ira, la tristeza o la vergüenza, pero no rompamos muebles, por estar enfadados, no nos tiremos de una azotea por estar tristes y no echemos pestes de alguien al que en realidad envidiamos y admiramos con locura. Porque las consecuencias de las emociones no controladas son a veces tan irreversibles como los agujeros de la puerta de este cuento.
Soy consciente de que es una empresa muy difícil, pero creo que merece la pena intentar ser los dueños de nuestros actos, los reyes de nuestras emociones.
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