No es agradable levantarse para ir a trabajar teniendo que coger el coche durante más de una hora. No es el trabajo perfecto ni mucho menos y nadie, si pudiera, eligiría una jornada laboral así.
Pero me ha tocado hacerlo.
Por fin me bajo del coche. Después de atravesar un mar de pinares, el olor a sal marina me golpea el rostro. Entro en el Instituto. Guardia de recreo. Veo la Ría desde allí con los barquitos de cuento. Las gaviotas a dos metros de altura, gigantescas. Huele a aire sin humo. Doy mis clases de literatura y disfruto. Se me olvida el coche. Pienso.
¿Hay algo bueno en lo que hacemos por obligación?
Seguro que sí. Un camino agradable, un árbol que se mece con el viento, una flor nueva, una cara amable, una conversación en el desayuno, una canción a lo lejos, la mirada de un niño, un proyecto en la cabeza, sentir que estamos vivos...
Mirar más allá de las quejas, hacen más llevaderas la rutina y la obligación.
No volveré a quejarme.
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