martes, 29 de julio de 2008

EN LAS MONTAÑAS


Por fin en las montañas. Con los ojos, el oído, el gusto, el tacto, el olfato, mi mejor miel, el té rojo, unas sandalias y la mejor compañía como equipaje principal, al fin estoy dentro del gigante ser viviente montañoso y verde. Leche verde, aire verde, suelo verde. Soy más yo y menos yo en la montaña. En este lugar no importa mi nombre, mi oficio, mis pertenencias. Soy una hoja más dentro del entramado de la naturaleza, que parece explotar por las mañanas cuando me levanto, parece brillar por la tarde cuando hago yoga, parece decir adiós por la noche cuando voy a dormir.
Es curioso, pero me acuerdo de lo que hice ayer y lo veo lejanísimo, como si aquí los minutos fuesen horas; el tiempo se estira y estos tres días de campo me han parecido semanas. Por eso parece que se vive más tiempo.
Hemos ido a un apicultor que nos ha enseñado su trabajo con las abejas, nos ha regalado un trozo de colmena para darle bocados, una bola de propóleo y un poco de miel que sabe a panal. Soy adicta a la miel y nunca he probado una cosa así en mi vida.
Veo saltar a mis hijos y si tuviera espíritu, iría volando con ellos. Ahora disfruto tres veces más de lo que disfrutaba antes con las pequeñas cosas. Porque ellos saben lo esencial para gozar de la vida y me lo contagian cada vez que ven un bicho nuevo, le dan de comer a un caballo, ven la figura de un gorila en una montaña, o se levantan por las mañanas con unas ganas terribles de salir al bosque que tenemos por porche.
Hacer yoga aquí y concentrarse en el placer del cuerpo cuando se estira es casi imposible. Mis ojos quieren mirar fuera, oler, escuchar, nada de meterse dentro. Así que hago un yoga extraño, que no tiene nada que ver con el que hago en el salón de mi casa, por mucho que abra las ventanas.
Me he planteado muchas veces venirme a vivir al campo, y porque sé que soy demasiado idealista y siempre veo las ventajas de las cosas y se me nublan las desventajas -que también existen-, no lo he hecho. Tengo motivos para quedarme en la ciudad, sobre todo porque no depende sólo de mí y porque tampoco es el infierno. Por esa razón quizás siempre tengo ganas de campo, y mis vacaciones de quince días, se convierten por arte de magia en la noción temporal y subjetiva de un verano completo.

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