miércoles, 12 de mayo de 2010
En el Instituto donde estudiaba había un bibliotecario algo peculiar. Hombre mínimo, escuálido, casi invisible. Parecía enteramente un duende que se había escapado de algún libro, un ratoncito de biblioteca que se paseaba silenciosamente entre las mesas. Los estudiantes inventábamos historias sobre él, imaginábamos cómo podía ser su vida y lo catalogábamos de amargado, triste, solitario y misterioso.
Al cabo de unos años, me lo encontré por la calle. Contrariamente a lo que me esperaba, me saludó y se paró a hablar unos minutos conmigo. Creo que era la primera vez que escuchaba su voz. Me preguntó lo típico que se pregunta en estos casos, que si había seguido estudiando y todas esas cosas, y no sé cómo surgió el tema, pero recuerdo que me dijo algo que merece una entrada en este blog. Me dijo:
-He estado mucho tiempo intentando responder a las grandes cuestiones de la vida. Ahora ya las respuestas me dan igual, sólo quiero encontrar preguntas. Eso es lo que quiero, encontrar preguntas. Y tengo tantas, que me resulta difícil hallar alguna. El día que encuentro una pregunta nueva, ese día, soy feliz como un niño.
Sus ojos de ratón brillaban. No me pareció entonces ni triste ni amargado. Me pareció un ser extraordinariamente inquieto. Alguien que había aprendido a encontrar la sabiduría donde pocos se atreven a buscarla: en una constante y humilde curiosidad. Cuando caigo en la gran tentación humana de romperme la cabeza con alguna pregunta a la que no encuentro respuesta, siempre recuerdo sus palabras y me alivia, la verdad. Y hasta me siento más ligera.
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Este tipo de personajes enigmáticos y extraños me incitan a crear cuentos sobre ellos.
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