miércoles, 31 de marzo de 2010
Después de escaparme unos días al campo, refugiada en una cabañita de madera y sin ninguna conexión con el exterior, me doy cuenta de que me siento engañada con eso de las estaciones del año. Los ciudades advierten de pasada los movimientos de la naturaleza y, casi sin enterarnos, los habitantes del asfalto pasamos la vida sin sentir los ritmos cíclicos del planeta. Y lo que es peor, vivimos ajenos a su influjo.
Es verdad que ahora en mi ciudad el aire huele a azahar y que se está mejor que antes, sentado en cualquier parque o tomando algo en cualquier terracita al aire libre. Pero la primavera de verdad está a años luz de todo esto. Hay que irse al campo aunque sea un ratito, para percibir el resurgimiento de la tierra, el verde brotando a gritos o la llama que hierve dentro de lo que nace.
Si vamos al campo en esta estación, quizás se nos pegue algo de ella. Y a lo mejor, si lo necesitamos, nos da por nacer de nuevo, por dentro y por fuera, como todos esos árboles que ahora mismo están estrenando catárticamente sus hojas. Quién sabe.
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Hay temporadas que necesitamos renacer cada día, por dentro y por fuera.
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Rocanav