jueves, 29 de mayo de 2008
COMO NIÑOS
El otro día estaba sentada en el banco de un parque junto a otra madre, cuando se le acercó su hija de unos cinco años llorando desconsoladamente. Unos niños no la dejaban jugar y ella se sentía la niña más desgraciada del mundo, rechazada, abandonada, injustamente tratada. De repente en medio del llanto y la más absoluta amargura, vio entre lágrimas un columpio vacío. En una milésima de segundo su tristeza extrema se transformó en la más absoluta alegría y su rostro se iluminó por completo. En cuestión de menos de un minuto ya estaba montada en su columpio entonando una canción infantil. Puedo asegurar que en ese momento era la niña más afortunada y feliz del mundo.
Los niños tratan a las emociones tal y como son. Efímeras, pasajeras. Ellos viven la emoción, la sienten y la dejan ir de forma natural. Somos nosotros, los adultos, los que las enquistamos y retenemos, lamentando, razonando y esforzándonos para que se vayan. Y entonces, enfrascados en esta tarea de curarnos de ellas, pasan por delante los columpios vacíos de nuestras vidas y ni siquiera los vemos.
No sé en qué momento de la etapa del ser humano, éste deja de ser niño, y se empeña en curar algo que es de por sí pasajero, algo con lo que hay que vivir sin resistirse, que hay que dejar pasar sin dejar de contemplar el resto de mundo que está a nuestro alcance. Lo que sí sé es que nunca es tarde para darnos cuenta del error, porque ésta es la base de muchas depresiones y obsesiones en las que cae la sociedad adulta sobre todo. Porque olvidamos cómo jugábamos en el parque cuando éramos pequeños, porque olvidamos cuando éramos los reyes de nuestro universo mental, donde gobernaba el presente, cuando las emociones eran un mero juguete de usar y tirar, que a veces nos hacía reír y a veces nos hacía derramar lágrimas. Lágrimas hasta un nuevo columpio vacío.
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